Si has ido al cine este verano, es muy probable que hayas ido a ver Oppenheimer, una de las películas más taquilleras de los últimos tiempos. Y no es para menos, ya que la historia contemporánea está absolutamente marcada por la existencia de las bombas nucleares, que han cambiado el paradigma de la guerra y han evitado enfrentamientos directos entre las principales potencias mundiales.
Hasta la fecha, las únicas dos bombas que se han utilizado en una guerra fueron lanzadas por los EEUU en Japón al final de la segunda guerra mundial. Sin embargo, como bien se muestra en la película, antes de poder usar este nuevo arma, los americanos necesitaban probar que funciona. Y para ello eligieron seleccionar una de las zonas más inhóspitas de todo su territorio, un páramo perdido de Nuevo México. El experimento se vendió como un éxito que no causó muertes humanas, pero… ¿qué ocurrió a nivel ambiental? La nube de polvo radioactivo resultante de la explosión alcanzó los 20.000 metros de altura y con un poco de viento, llegó bastante lejos. Solo el 15% del plutonio se consumió en la explosión, y por tanto todo lo demás pasó a los acuíferos y a la tierra. En aquella época no había un gran énfasis en medir los parámetros ambientales a nivel de biodiversidad, pero si sabemos que la incidencia de cáncer en las inmediaciones de la zona 0 aumentó drásticamente en las décadas posteriores y a día de hoy se sigue notando. A nivel mundial, aproximadamente 2.000 ensayos nucleares después, se estiman en un total de 2,4 millones las muertes derivadas de estas pruebas “seguras”. Y esto es solamente el impacto que han tenido a nivel humano.
A nivel ecosistémico, la contaminación radiactiva es quizás el resultado más obvio, pero a la vez más silencioso y persistente de la detonación de estas bombas. En Europa se han observado recientemente altos niveles de radioactividad en la población de jabalíes, que se relacionaba con la explosión de Chernóbil de 1986, pero que se ha comprobado que tiene su origen en ensayos nucleares de los 60. Este tipo de residuos persistentes en el medio no son algo exclusivo de Europa o EEUU, al revés, son más bien la excepción. Pequeñas islas del pacífico como la polinesia francesa o las Islas Marshall o zonas remotas de Australia o de Rusia, entre otras, son algunos de los ejemplos de los destinos favoritos elegidos por los estados nuclearmente armados para llevar a cabo estos tests. Por suerte, ya en 1963 las principales potencias se pusieron de acuerdo para no hacer más ensayos nucleares en tierra, mar y aire. Durante unas décadas, la mayoría de ensayos se produjeron bajo tierra, hasta que en 1996 prácticamente todos los países llegaron al acuerdo de parar con los tests completamente.
Por desgracia, casi 20 años de ensayos nucleares a cielo abierto dan para mucho. No hay más que observar los efectos a nivel visual de una de estas bombas para entender que los efectos de destrucción sobre la fauna y flora son enormes. Como se puede apreciar en este vídeo, las ondas expansiva dependen del tamaño de cada bomba, pero afectan por igual a humanos y demás animales y causan la muerte inmediata o tardía por quemaduras y cánceres derivados de la radiactividad. Todo ello afecta de similar manera a humanos y demás seres vivos, aunque faltan muchos estudios para entender el impacto real a nivel ecosistémico.
Se han realizado estudios de cómo algunos de los puntos donde se lanzaron estas bombas se han recuperado y se han encontrado con que la composición de las comunidades es muy diferente de las originales. Otros estudios indican que la radioactividad está generando cambios y defectos en el genoma de las especies que repueblan estos lugares, produciendo incluso cambios visibles a nivel anatómico. Es probable que hayas visto algún documental o vídeo que te habla de la impresionante recuperación de la fauna y flora en Chernóbil, lo cual nos indica que la naturaleza es capaz de regenerarse de forma bastante rápida. Esto en sí mismo es esperanzador, sin embargo, puede llevar a la trampa de pensar que las consecuencias de la destrucción no son definitivas, cuando en muchos casos por desgracia si lo son. Cada ecosistema tiene un conjunto de condiciones únicas que han llegado a un equilibrio tras muchísimos años de evolución. Replicar esto sencillamente no es posible, aunque nos podamos intentar acercarnos (como por ejemplo intentamos nosotros en nuestras reforestaciones con especies autóctonas).
Siempre será más importante, eficaz – y más barato, por cierto – proteger lo que ya hay, que intentar recuperar lo que hubo históricamente. La misma lógica aplica a las pruebas nucleares y a sus consecuencias.